José de
Moraleda
La mañana en que José de Moraleda vio aparecer
a la machi Chillpila caminando sobre las arenas de una de las Playas
Prohibidas, su corazón de incansable viajero dio un vuelco de emoción. La
delgada y joven mujer se asomó por entre el bosquecillo de arrayanes que bordeaba
la costa, seguida de una extensa comitiva de nativos curiosos y monumentales
criaturas que pocos extranjeros habían logrado ver alguna vez en sus vidas.
Chillpila caminaba con paso firme, reflejando una serenidad antinatural, mientras
su custodio Guallipén le susurraba toda clase de supuestas instrucciones en su
lengua aborigen.
Mar adentro, un enorme navío anclado reposaba
en lontananza. Y la tripulación de aquel barco atiborraba los escaños y las
barandas en espera del mentado Duelo de Magia. Más de alguno, incluso, había
gestionado una rueda de suculentas apuestas. El cartógrafo Moraleda una vez más
pondría a prueba su reputación como Maestro de Artes Oscuras del Viejo Mundo.
Todos permanecían expectantes, porque hasta entonces nadie se había atrevido a
desafiar a los brujos del universo bordemarino. Muchas eran las habladurías y
leyendas que plagaban los relatos entre la población de los winkas, pero una
cosa era oír esas escalofriantes historias y otra muy distinta, presenciar un
choque de aquellos poderes del inframundo.
Entre el público que se quedó a resguardo a la
sombra de los arrayanes y los marinos que observaban desde la lejanía del
barco, había un tercer grupo de testigos: un receloso destacamento de canibilos
y varios hechiceros wedas que observaban camuflados en el entorno de los
prominentes roqueríos. El rey Millalobo los había enviado a averiguar de qué se
trataba la novedad y el alboroto en que se habían sumido muchas criaturas
sensibles a la magia de los seres de la superficie. Era de vital importancia
conocer cualquier artilugio o conjuro que pudiese tornarse en una amenaza para
el Reino de las Aguas.
Cuando el Duelo de Magia dio inicio, la
amplitud de la playa se colapsó de pliegues y energías luminosas. Las piedras
se removieron cambiando de posición y sinuosas capas arena se elevaron del
suelo, esparcidas y controladas por una mano invisible. José de Moraleda, el
diestro dibujante y pintor de mapas, resquebrajó las leyes de la naturaleza y
se metamorfoseó en una seguidilla de animales cuadrúpedos, alados y escamosos.
Un ventarrón de pesadilla parecía envolver su cuerpo, a medida que sus ropas
danzaban entre sus maromas y retorcijones de sagaz mutante.
Los espectadores no cabían en su asombro y
reverente temor.
El cartógrafo advenedizo fue desatando todos sus
trucos ante el silencio de una quieta Chillpila. A escasos metros de distancia,
ella lo vio desaparecer ante sus ojos y aparecer al instante en otro sitio tras
el cegador estallido de un relámpago; después lo vio cambiar la tonalidad y la
textura de su piel e inflarse y crecer hasta quedar convertido en un gigantesco
cachalote, como si hubiese varado desde muy temprano sobre aquella playa. Finalmente,
despojado de su sarta de disfraces, lo vio flotar como el hombre que era y
moverse a voluntad rodeándola en círculos. La túnica de la machi ondeaba,
azotada por una brisa inverosímil, en tanto que José de Moraleda recitaba un rosario
de palabras en lenguas ignotas que ella, por supuesto, desconocía. Pese al
despliegue de su arsenal, el brujo europeo no había podido mellar la templanza
de su adversaria. La mujer isleña había permanecido impasible pero atenta, sin
perder en ningún momento la compostura.
De pronto, la machi levantó los brazos y volteó
la posición de su cuerpo hacia el mar, murmurando una plegaria aprendida de sus
ancestros.
José de Moraleda no pudo creer lo que vio.
Las olas interrumpieron su constante vaivén
encima de las arenas y retrocedieron vertiginosamente como succionadas por una
marea submarina, mientras la estructura de madera del enorme navío español se
estremeció y comenzó a moverse en dirección a la costa. Los navegantes corrían
asustados sobre la proa, sin entender cómo era posible que la embarcación fuera
arrastrada hasta la playa sin mediar ninguna fuerza aparente.
En pocos momentos, la nave encalló a muy poca
distancia del bosquecillo de arrayanes, entre la algarabía de los indígenas y
los alegres saltos de las criaturas que los acompañaban… Los camaradas de José
de Moraleda se miraban estupefactos, sin saber cómo diablos iban a poder
transportar su barco de regreso al océano…
Al parecer, el Duelo de Magia ya tenía un
ganador.