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SEMILLAS DE CAMAHUETO

SEGISMUNDO



Segismundo

   Segismundo nació y creció en la pequeña aldea de San Antonio de Chacao, junto a sus padres. En sus venas se mezcló la sangre de su madre indígena y la de su padre español, que se amaron toda la vida con un cariño sincero y una fortaleza envidiable. Durante su infancia, Segismundo sufrió la discriminación de ser otro niño fruto del mestizaje, y cada vez que pudieron, las personas de la aldea le hicieron sentir que estaba condenado a no pertenecer ni a la tierra bordemarina ni a ese mundo más allá del océano de donde había venido su progenitor. Según ellos, no existía pureza en su sangre, por lo tanto, su valor como ser humano siempre estaría cuestionado por la emergente sociedad de los isleños.

   Las miradas de desprecio, las habladurías a sus espaldas, y sobre todo, las burlas de otros niños de su edad, fueron situaciones que se repitieron una y otra vez sin darle tregua. Pero los padres de Segismundo estuvieron allí para afirmarlo y sostenerlo, cuando las cosas parecieron no tener solución. Las increíbles enseñanzas de su papá y los sabios consejos de su mamá, nunca faltaron en esos días de temores e incertidumbres.

   Aquellas experiencias de su singular infancia, sirvieron para que Segismundo se forjara un carácter afable y honesto, pero también fuerte, guerrero y trabajador. Ya de joven, sus manos blandieron decenas de herramientas y se dedicaron por completo a trabajar la noble madera de los bosques autóctonos. Junto a su hábil padre, logró construir numerosas embarcaciones de navegación que causaron el asombro de la mayoría de los habitantes de San Antonio de Chacao, y también la envidia de no pocos amigos y familiares. Sin embargo, lo mejor para Segismundo fue empezar a sentirse aceptado por la totalidad de los lugareños y percibir que ya no lo veían como un mestizo sino como a un igual. Y Wala llegó a confirmar esa corazonada.

   Wala era una bella joven que vivía con su numerosa parentela en unas casitas del borde costero en las afueras de la aldea, más específicamente por el lado norte. Sus padres y abuelos se dedicaban a la recolección de mariscos y a la pesca de orilla. Eran una familia muy respetada por ser descendientes directos del linaje mítico de los Linkawala, aquellas hermosas hijas (según contaban las leyendas orales) que se unieron a las aves del mar en el principio del tiempo humano. Quizás por esa razón ninguno de sus hermanos se opuso a que ella iniciara un romance con Segismundo. Después de todo, el atlético muchacho era un magnifico artesano en madera y su oficio estaba estrechamente ligado con las faenas del mar.

   Wala y Segismundo, irradiaron felicidad desde el primer instante de conocerse. Ambos encontraron en el otro a esa persona soñada, con virtudes y defectos, pero que condensaba todo aquello que andaban buscando en una pareja. Su amor fue de los mejores; sin urgencias mezquinas, ni imposiciones absurdas, ni rabietas infantiles. El cariño y el respeto mutuo fue la sólida base que vino a edificar su relación. Luego de esperar un tiempo prudente, se casaron y se fueron a vivir cerca de los padres de Segismundo.

   Un par de años después, nació su hijo, al que llamaron Nepomuceno.

  La llegada del nuevo integrante en la familia, trastocó todas las rutinas de ambos padres. La felicidad en aquel hogar, era inmensa. Mientras Wala se afanaba en ser la mejor de las mamás, dándole al bebé los cuidados y mimos que necesitase, Segismundo se esforzaba al máximo en sus labores de carpintería, para que nada le faltara a su amado primogénito. La dicha rebosaba cada nuevo día en los corazones de la afortunada pareja. Era un tiempo perfecto, ideal.

   Pero la tragedia no tardó en malograr y casi destruir el universo de Segismundo: de un día para otro su querida Wala enfermó gravemente y cayó en cama con unas convulsiones y unas fiebres inexplicables. Nada fue suficiente para paliar sus dolores. Tanto médicos winkas como machis de la zona la visitaron en su agonía, pero ninguno pudo revertir los síntomas de aquel terrible suplicio. Noche a noche la misteriosa dolencia no hizo más que empeorar, hasta que tras perder el conocimiento la mujer amaneció muerta. Su frío cuerpo recibió los rayos del sol envuelto en el abrazo de Segismundo, que nunca la abandonó en ningún momento mientras duró ese calvario.

   Si no hubiera sido por el pequeño Nepomuceno (que estaba a punto de cumplir 3 años) la vida de Segismundo también hubiese concluido. Pero el niño, su hermoso vástago, su hijo del alma, le motivó para seguir adelante. Tenía una razón para seguir trabajando, para continuar luchando en esa tierra bordemarina. Y aunque los abuelos maternos y paternos se ofrecieron para criarlo, él no los dejó hacerlo. De ahí en adelante, él mismo se dedicó a la crianza de Nepo (como solía nombrarlo con cariño). Fue una decisión acertada, porque sus propios padres naufragarían en altamar una década después, dejándolo definitivamente huérfano.

   Años más tarde, viviendo en otra aldea y con casi cuarenta años bien cumplidos, el artesano carpintero volvió a sentir la angustia y el temor de perder lo más preciado, lo más sagrado que le quedaba del recuerdo de su amada Wala.

   Según la machi Chillpila, la mala magia de los hechiceros marinos había herido de muerte al joven Nepomuceno. Segismundo no lo pensó dos veces, y corrió rumbo a una de las Playas Prohibidas en busca de respuestas y el antídoto para salvarlo.

   Fue entonces cuando usó el hipnótico uweñún, el silbido mágico para llamar a los kawellus, tal como se relata al inicio de “Machitún”…