El Cod Cod
Esa mañana
inolvidable, los niños del Asentamiento celebraron el cese de las lluvias
diluvianas y se adentraron en el monte hasta más allá de los límites impuestos
por sus ancianos tatarabuelos. La jugarreta los condujo por entre la maleza aún
húmeda, pero repleta de sonidos de aves e insectos que despertaban agradecidos
al calor de los rayos del sol. Cada uno corría a su ritmo, esquivando troncos
derribados y saltando sobre los charcos de agua. Así anduvieron hasta que el
rocío del suelo terminó por evaporarse y se dieron cuenta de lo mucho que se
habían alejado de las rústicas chozas que formaban el Asentamiento.
Los más
adolescentes decidieron que debían iniciar de inmediato la caminata en sentido
contrario, porque así sería más fácil hallar el camino de regreso. Tras ellos,
los más pequeños acataron la decisión y solo atinaron a seguir sus pasos, por
muy erráticos que estos fuesen. Wenuiwen, el de menos edad, apenas lograba
mantener el trote de sus compañeros y a cada rato solía quedarse rezagado al
final de la fila.
Al poco andar
oyeron un sonido diferente a los que siempre había en el monte; uno agudo,
sostenido y triste, que jamás habían escuchado en sus cortas vidas. Al instante
detuvieron la marcha y guardaron un cómplice silencio. Wenuiwen llamó la
atención de todos, señalando el lugar desde donde provenía el melódico y
enigmático chillido. La curiosidad los condujo hasta los restos de una
madriguera construida entre las nudosas raíces de un gigantesco árbol. El
lastimoso sonido emanaba de allí, de entre todo ese amasijo de ramas aplastadas
y sobrepuestas.
Se trataba de una
cría, cuya raza les era totalmente desconocida; un pequeño ser cubierto de abundante
pelaje entre gris y naranjo, con patitas que acababan en grandes zarpas, y unos
largos bigotes, tan largos como la cola que meneaba mientras los observaba con
los ojos brillantes y dilatados. Estaba solo, flaco y hambriento, y se notaba
que no sobreviviría si lo dejaban abandonado a su suerte. Cuando Wenuiwen se
acercó a acariciarlo, el animal casi los ensordeció con su tronador ronroneo de
gratitud.
No era una criatura
agreste; al contrario, siempre se mostró complacido y mimoso cada vez que los
niños se turnaron en cargarlo mientras avanzaban por el monte. Quizá iban
demasiado concentrados y felices con aquel hallazgo, pero lo cierto es que
regresar a la modesta aldea no les llevó más del tiempo necesario. El diminuto
felino, además de ronronear de alegría, parecía irradiar una increíble buena fortuna.
Los tatarabuelos tampoco
cabían en su asombro. En sus extensas biografías nunca habían contemplado a un
animal de semejante especie. Probaron alimentarlo con varias comidas y resultó
que poseía un apetito insaciable, aunque se mostraba poco amigo de beber más
agua de la necesaria. Wenuiwen era el más dichoso, prodigándole los típicos
cuidados que cualquier niño mostraría por una indefensa mascota.
Algunos recelaron
con que no era bueno domesticar a una criatura nacida en el corazón de la
inmensidad de los montes. Nadie quería problemas con los espíritus de la
naturaleza. Además, a muchos no les
terminaba de convencer que sus ojos cambiaran de longitud y que a mayor luz sus
pupilas no fuesen más que una pequeña raya vertical. A los desconfiados, esa
cualidad les recordaba la venenosa mirada de los reptiles; a saber, la de los
vilpoñis o las culebras.
Pese a la
controversia, el animal finalmente fue adoptado por los habitantes del Asentamiento. En una breve ceremonia nocturna, le pintaron un dibujo de cinco
puntas en la frente (el símbolo de pertenencia a la aldea) y le pusieron por
nombre Wiñe. Los niños casi lloraron de la emoción; sobre todo Wenuiwen. Algo
había en el pequeño Wiñe, que no dejaba indiferente a nadie.
Y a esos mismos
niños, sin excepción, les llegó el momento de crecer.
El clan familiar
del Asentamiento se multiplicó y los antaño jóvenes se transformaron en adultos,
y los adultos en los nuevos y sabios ancianos. Hubo nacimientos y muertes,
partidas y regresos, y las estaciones del mapu continuaron su cíclico y eterno
viaje… y aunque parezca increíble, el entrañable Wiñe siguió acompañando y
cuidando de aquellos humanos que alguna vez lo habían aceptado y protegido como
uno de los suyos.
Wiñe creció y
creció hasta el asombroso tamaño en que media docena de hombres, agarrados de
su profuso pelaje, podían montarlo y galopar sobre él. Era tan inmenso que
provocaba el pavor instantáneo entre los integrantes de otros clanes, y no
fueron pocas las historias que nacieron al contemplarlo en lontananza corriendo
impulsado por sus gigantescas patas y emitiendo su característico maullido.
Por su parte, Wenuiwen
alcanzó la acostumbrada altura de su linaje y su cuerpo se desarrolló fuerte y
saludable. Fue esposo, padre y abuelo, y en los años venideros aprendió y
enseñó miles de cosas a sus hijos y nietos, hasta que su rostro se pobló de
arrugas y el andar de sus pies se ralentizó. Una mañana luminosa después de
tres noches de imparables lluvias, y tal como casi un siglo antes, Wenuiwen
acarició la cara del jovial Wiñe y esta vez se durmió cobijado en aquellas
enormes patas oyendo el ronroneo característico del animal. Nunca más despertó.
Después de aquella
sentida pérdida, las épocas y las generaciones volaron frente a los ojos de
Wiñe. Él fue testigo de la gloria y la decadencia de la aldea, hasta la
desaparición del último descendiente del antiguo clan familiar. Solitario, vagó
por el mundo bordemarino y sufrió el olvido de los seres humanos. A veces lo
trataron bien, y en otras ocasiones lo vieron como un monstruo, e incluso
quisieron darle caza o hacerle daño. Pero él jamás quiso vengarse de nadie.
Nunca envejeció, ni sus huesos se debilitaron. Se volvió un ser inmortal.
Con el tiempo,
incluso cambiaron su nombre original y por toda aquella tierra mitológica empezaron
a llamarlo Cod Cod.